Diario de una Esposa Traicionada por Rocio H. Gómez

Diario de una Esposa Traicionada Capítulo 11



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Me senti como si hubiese caido en un pozo de hielo. Toda mi sangre parecía haberse congelado. 

Hubo un momento en que incluso dudé si había escuchado mal. A veces, de hecho, sospechaba que algo no estaba bien entre ellos, pero siempre se negaba. A pesar de no tener relación de sangre, decirlo en voz alta, uno era el joven señor de los Montes y la otra, la señorita Montes, por lo que en teoria, eran como hermanos. Además, ambos estaban casados. Isaac, ese hombre perfecto, no podría hacer algo. 

tan absurdo. 

Sin embargo, no muy lejos, Isaac, con los ojos rojos de ira, presionaba a Andrea contra la pared, mientras su voz burlona y fría resonaba clara. 

“¿Divorciarte por mi? La que eligió casarse con otro fuiste tú, ¿de dónde sacas el derecho de pedirmelo ahora?” 

“Yo…” 

Una tras otra, sus preguntas dejaron a Andrea sin palabras, sus lágrimas caían como perlas rotas, agarrando torpemente el borde de la camisa de Isaac 

“Me equivoqué, Isaac, ¿podrías perdonarme solo esta vez, por favor? Solo una vez. Además, en aquel momento yo no tenía otra opción…” 

“Ya estoy casado.” 

“¿Estar casado acaso significa que no puedes divorciarte?” 

Andrea parecía obstinada y su rostro estaba lleno de tristeza, como si la negativa de Isaac la fuera a quebrar. Me sorprendió que ella preguntara eso tan directamente. Sin sentir ni un ápice de vergüenza por ser la otra. 

Isaac parecía haberse reído por la ira, gruñendo entre dientes y diciéndole: “Para ti, el matrimonio puede ser un juego, ¡para mi no lo es!” 

Dicho eso, dio un paso para irse. Pero Andrea lo agarraba con fuerza del borde de su camisa, obstinadamente reacia a soltarlo. De hecho, yo sabia cuán fuerte era Isaac, por lo que si quisiera, no sería imposible liberarse. 

Me quedé mirando esa escena durante mucho tiempo, esperando claramente algo en mi interior. Esperando que se liberase. Esperando que estableciera limites. Nuestro matrimonio aún tenía una chispa de vida y eso fue exactamente lo que hizo. 

Dejó caer las palabras: “Todos somos adultos aqui, deja de decir tonterias.” 

Con eso, debería haber terminado. De repente, respiré aliviada y ya no tenía el deseo de seguir espiar “¿La amas? Isaac, mírame a los ojos y respóndeme, ¿la amas?” 

Andrea, como un niño de tres años pidiendo dulces, insistente hasta conseguir lo que quería, agarró su brazo. 

Mis pasos se detuvieron y mi corazón se suspendió en el aire nuevamente. Sin girar, escuché la voz de Isaac, siendo difícil de descifrar: “Eso no te incumbe.” 

“¿Entonces ya no me amas? Eso si debería importarme.” Preguntó Andrea. 

Hubo un momento en el que admiré el valor de Andrea para seguir preguntando. Más tarde descubri 

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que no era valor, sino confianza. La confianza que le daba saberse favorecida. Algo que yo nunca había tenido. 

La alta y erguida figura de Isaac se tensó de repente y su rostro estaba cubierto por una capa de escarcha. Él no respondió y Andrea tampoco lo dejó ir Era como los protagonistas de una novela trágica. Cada segundo de su silencio me sofocaba y hasta olvidé cómo respirar. 

“Señora, encontré un abrigo que usted usó esta primavera, póngaselo, no vaya a resfriarse.” 

El sirviente salió con el abrigo, su voz se elevaba desde la distancia. 

No muy lejos, Isaac levantó la vista hacia mi. 

Instintivamente, senti la vergüenza de haber descubierto un secreto, pero luego lo reprimi. 


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